Bucaramanga 11 de octubre de 2023
Tierra
La mochila color tierra y figura de surcos oscuros estaba en el suelo. Eran las ocho de la mañana, una hora pico y cientos de estudiantes pasaban por la pequeña plazoleta de piso de piedra y suntuosas bancas de madera empotradas en marcos de cemento que dan al lugar la apariencia de varios pequeños pórticos como zaguanes o cobertizos para jardines colgantes. Ahora el lugar está sucio y deteriorado pero no pierde su belleza. En la esquina derecha, vista desde la entrada principal en dirección al edificio de humanidades, estaba el profesor sentado en el piso frente a su mochila arhuaca de color café y zurcos oscuros, con la espalda apoyada sobre una de esas bigas de las bancas de la plazoleta.
Como suele ser común en los lugares concurridos, ocurrió que nadie se percataba de aquel acontecimiento, y creo que por ello, disminuí la velocidad para constatar la humildad de la imagen. Volteé la mirada y reconocí al fundador de la escuela de economía… Al principio me preocupé genuinamente por verlo en el suelo parsimonioso y reflexivo, pero luego de un segundo vistazo me relajé al constatar su posé de carátula de album de rock en español en la década de los setentas. Ahora bien, esta tranquilidad no le quita a la imagen el vertiginoso contraste entre la acelerada velocidad con la que los estudiantes se movían y las apacibles respiraciones del profesor frente a su mochila, como ocurre en las películas de ficción: la velocidad de reproducción es diferente entre varios personajes. Mientras uno se “mueve” en cámara rápida, el otro, dentro del mismo plano lo hace a una velocidad inferior, incluso lenta, lentísima o estática como una fotografía. Este efecto cinematográfico suele representarse en los manuales de edición como: “caída de nieve”. El profesor parecía un copo de nieve flotando en una estación de tren. Ambas cosas son imposibles en este lugar del mundo.
Dos días después, es decir ayer, me volví a encontrar al profesor, esta vez en uno de los balcones del edificio de humanidades. Y si ustedes me permiten un capricho, ya que hablamos de balcones, quisiera mencionar mi recuerdo del edificio donde empezó la escuela de economía y la facultad de ciencias sociales, otrora llamado Matemáticas II que está detrás de la biblioteca, donde hoy funciona el instituto de lenguas y que tiene en cada salón un balcón amplio y fresco que, aunque nos privilegiaba con la vista de la montaña mágica, normalmente estaba cerrado, cubierto con cortinas los ventanales o destinado el lugar como cuarto de los “Chécheres” o para poner el aire acondicionado. En aquella época, hace veinte años, cuando el profesor de la mochila y fundador de la escuela, recuerdo, reponía clases perdidas los sábados en la mañana después de salir a trotar, una vez prendí un cigarrillo en uno de esos balcones en su clase.
Volviendo al tema, me encontré con este profesor dos días después y me dijo, con un saludo fuerte pero temeroso, sin dar la mano, de puño, como lo hacen los amigos o aquellos que temen infectarse de algún virus que se aloje en las manos:
-Como ha pasado el tiempo, me pregunto si se acordará de mi. Insistió sentado en un pupitre en el balcón del que, aún hoy, es el edificio de humanidades y que ya no quedan dentro del salon de clase, sino al fondo del pasillo y desde donde se puede ver la entrada de la universidad, -me parece gravísimo que la escuela no le hubiera abierto las puertas a sus profesores de hora cátedra, graduados del alma mater. Me dijo preocupado
Para ser honestos, hace tres días, nueve después del acontecimiento de la mochila, decidí por fin terminar esta narración en todo caso ficcional, con referencia a que ese mismo tedio del profesor para con la universidad es el que he sentido por los últimos años. “¿será que se acordarán de mi?”.
Lo anterior representa una desazón de la vida universitaria. Se manifiesta como una pérdida total de la sorpresa. Es un aburrimiento de realidad que aprieta las motivaciones académicas.
Es 25 de octubre de 2023, son las nueve de la mañana y es la segunda vez que intento terminar el relato. Ayer fue un día sorprendente: volví a ver a el profesor y su mochila pero esta vez en el salón de clase, sentado sobre la silla y con un pie sobre la mesa. Se levantó a saludar, su estado de ánimo era mejor, estaba activo y menos reflexivo. Me volvió a mencionar el asunto de los profesores cátedra y me dijo:
-pase por la asamblea de estudiantes.
***
Lo que he constatado con los años es que los síntomas generales del tedio académico tienen que ver con cierta frustración hacía el conocimiento. En la universidad y en todo espacio burocrático del mundo se instaura un atmósfera de miradas de odio y señales de rencor. Es verdad que hay momentos apacibles como cuando fumamos en la entrada de la escuela el tabaco de un colega o cuando jugamos torneos de futbol históricos. Tambien es cierto que, en este lugar hicimos la vida, encontramos pareja, aquí estudian nuestro sobrinos, los hijos de nuestros amigos, muchas relaciones personales en la universidad tienen que ver con el hecho de que el campus parece un pueblo muy pequeño, macondiano, rulfiano, mágico que atrapa gente para siempre en el eterno trasegar de las personas en sus contornos.
Esta atmósfera gris de la vida académica ocurre porque todos los mensajes son oscuro. No existe sentido transparente en ninguna emisión. Todo receptor es un interprete libre. Es como si fuera inutil todo lo que la universidad dice. Una perorata de teorías inocuas que son cada vez menos eficientes en explicar la realidad superflua o profunda. Una incapacidad de administrar el conocimiento de forma democrática e inclusiva. En definitiva, una completa contradicción: la universidad, territorio que defiende el conocimiento, se transforma en un dogma, en la univocidad utilitarista de creer que todo, incluso el pensamiento, es propenso de productividad. Contrario a toda esa nebulosa académica, lo únicos mensajes transparentes como señales son los cometas, las estrellas fugases, las nubes cargadas de lluvia y el trueno o incluso las mochilas arhuacas y el canto de las aves al despertar el día. Y lo son porque tienen la intención de ser llamativas, de ser, el canto, recibidos por los sentidos como un acontecimiento maravilloso que no implica necesariamente transmitir un menajes. No tiene el cometa un emisor con la intención de significar un código que otro entienda, tampoco la nube se negrea para anunciar la tormenta, simplemente existen como manifestación fenoménica y de tal naturalidad es su comunicación: sin intenciones comunicativas como la aves que, creemos “cantan” porque existen, porque pueden hacerlo. Pero, a diferencia de nosotros, el sonido de las aves está desprovisto de voluntad y depende completamente del mundo.
El menaje de la mochila tiene esa misma manifestación, parece desprovista de finalidad: simple pensamiento que se manifiesta en el tejido. El ave canta cuando el sol sale, el vinculo estrella-ser-mensaje sol-ave-canto implica que el ave canta para alabar al sol, a la luz y no para advertir al mundo de su presencia. Ahora bien, que el canto de las ballenas en la mar sea útil para la cordinación del grupo de mamíferos, no significa que “el cantar” tenga esa intención. Tal vez la ballena madre se queja por sus dolores de parto y ese lamento implica que el grupo se detenga; aún a pesar de que ese sonido es un mensaje involuntario. Pero, al igual que el canto de las aves aunque el ruido de la ballena es un lamento, una queja, no puede ser considerado un mensaje. Algo así ocurre en la universidad por estos días. La mochila arhuaca aparece en esa anarquía del lenguaje en la universidad: cada estamento dice lo que quiere y todos entienden lo que les parece.