Por: Yuber Hernando Rojas Ariza
Y me voy entre historias futuras, y de nuevo regreso al presente. Y entonces vuelvo a mí en medio de la escalofriante “Realidad”, una forma de llamar con nombre propio a la Muerte. Así transcurren los días, las horas, los minutos, los instantes unos tras otros con el tic-tac del reloj y el corazón galopante. Pareciera irse la respiración. ¡Cabalga amigo, cabalga! Pude haber dicho eso antes de despertar una mañana cualquiera. Pero no lo hice. Demasiado tarde para decirlo, muy temprano para fundirse con el infinito. Recordé el poema de Poe, ¡cuervo maldito! Pero de nuevo esa asfixia de la vida moderna. Ahora comprendo el invierno de Vivaldi en una nota de violín que se eleva por encima de cualquier mortal. ¿Volaré sobre sus alas? Me pregunto con asombro. La mañana está a punto de terminar y aún continuo “respirando”. He de anotarlo en mi diario con una mancha indeleble, tal vez con sangre o quizás con la punta de la pluma que atraviesa el aroma inconfundible de la letra desbocada sobre el papel y en donde se alcanza a leer lo impensable: “ha llegado el momento”.
Así se hace tripas el corazón cuando el brillo del tambor llega a los ojos. Tiemblan las piernas y la sudoración, ese exquisito hedor del día anterior, se mezclan con el agua salada que queda en el rostro aturdido por años juveniles. Doy una vuelta y otra. Enseguida ese sonido misterioso de Werther. Lo sé, Goethe lo sabía como el giro del planeta sobre su propio eje: “¿Cuándo acabará?, ¿ha llegado el momento?” Una vez más el giro del tambor y la luz incrustada, insistente, preparada para el momento. “¿Es mi momento?” Dicen que vacilar en una idea es justamente reflejo de inseguridad. El miedo llega con prontitud. El aroma de la mañana, dulce melodía, canto celestial, sublime aparición antes del sonido de la pólvora, envuelve la habitación, mi propia prisión. Tomo el bastón para levantarme de la silla, camino tres metros; tres metros son suficientes para apartarme de su brillo. ¡Cuánta nostalgia desde la ventana! Comencé a recordar los besos bajo la lluvia, los rostros que quedan con el pasar del tiempo convertidos en sombras; empecé ese bello viaje por el tiempo mientras serpentean en la ventana los recuerdos de ella, la inquietante y siempre atenta sombra entre las sombras.
Prometí no pronunciar su nombre. No me prestes atención. Me lo prometí en mis años de juventud. No podré romper la promesa frente a la tumba de mi padre y menos a ésta altura de la vida donde no tengo nada que perder porque ya todo se ha perdido, hasta la misma “altura”. “¿Estoy más cerca de la tierra?” Quizás ese es el sentido: del vientre al subsuelo donde habitan los gusanos. ¡Devoradores insaciables! Me conformaré por no decir su nombre en la mañana que acaba y el ocaso que llega. “Son tantos recuerdos… y yo aquí con ellos.” Un suspiro me basta para quedar más cerca de la tierra añorando el vientre; un suspiro basta para ser devorado por el brillo y su nombre; un suspiro en la nota oculta de Vivaldi para quedar en un profundo silencio: un simple suspiro y nada más.
Así se esfuma el instante cuando los gusanos comienzan a pedir lo suyo. El tiempo es un buitre insaciable y nosotros simple carroña. Debo admitir que padecerán con mi cuero duro, difícil de morder hasta convertir en polvo. Los años no llegan solos. Hoy lo comprendo muy bien porque llegan acompañados de soledades entre multitudes de recuerdos. Recorro parsimoniosamente sus rincones, entre imágenes y bellos rostros, sonrientes, como si el sol se posara eternamente en sus miradas. Me invade la nostalgia. No es un día cualquiera, debo suponer eso porque se trata del gran momento: el momento sublime. En la pared un recuadro de mi madre que pareciera salir del marco para entregarse a la orgía de instantes que ahora invaden la habitación. La casa se mantiene intacta: los papales inútiles que acumulo afanosamente con el ánimo de guardar un pensamiento; el escritorio que emana un dulce olor a madera madura y corroída por el gorgojo; los cuadros de la familia, envejecidos por su exposición a la luz; las puertas y el piso, el color marrón casi vino-tinto que permite la armonía visual y mística a la hora de contar un secreto; las paredes pálidas pero bien dispuestas a mantener en firme la casa; los niños jugueteando en fotos; mi hermana, mis amigos y amigas, cada cosa está en un su lugar. No hay duda: es un escarnio público. Me siento desnudo frente a cada sonrisa en este momento. Doy un paso más cerca del escritorio y tomo un lápiz, tan raro de encontrar en nuestro tiempo. Tiempos difíciles: ¡Nadie quiere escribir!
Así se queda la respiración en la garganta cuando empuño el lápiz, ese bello instrumento con el cual dibujo una letra y que, años atrás, me sirvió para dibujar tu rostro. Lo sé, es un momento inquietante, un rotundo misterio. Comienzo a escribir en el blanco. La angustia llega cuando, bajo el recuerdo de los años mozos y mis bellas putas de años joviales, entrecorta la respiración. Suavemente. Muy suave toco la hoja en blanco y noto cómo pareciera salir de allí una y otra palabra como si se tratara de un desfile de recuerdos. No pareciera estar escribiendo la última nota. Tiene más misterio de testamento. Tal vez por ese aire sublime que atraviesa la habitación, ese aire que tiende su suave manta sobre la piel sensible hasta llegar a la nariz y convertirse en un suspiro frío, en un último suspiro. Tal vez por eso he decidido contar mi último instante. Se escucha a lo lejos el tambor de Vivaldi. La muerte no espera.
Y me voy entre historias futuras, y de nuevo regreso al presente. Y entonces vuelvo a mí en medio de la escalofriante “Realidad”, una forma de llamar con nombre propio a la Muerte. Así transcurren los días, las horas, los minutos, los instantes unos tras otros con el tic-tac del reloj y el corazón galopante. Pareciera irse la respiración. ¡Cabalga amigo, cabalga! Pude haber dicho eso antes de despertar una mañana cualquiera. Pero no lo hice. Demasiado tarde para decirlo, muy temprano para fundirse con el infinito. Recordé el poema de Poe, ¡cuervo maldito! Pero de nuevo esa asfixia de la vida moderna. Ahora comprendo el invierno de Vivaldi en una nota de violín que se eleva por encima de cualquier mortal. ¿Volaré sobre sus alas? Me pregunto con asombro. La mañana está a punto de terminar y aún continuo “respirando”. He de anotarlo en mi diario con una mancha indeleble, tal vez con sangre o quizás con la punta de la pluma que atraviesa el aroma inconfundible de la letra desbocada sobre el papel y en donde se alcanza a leer lo impensable: “ha llegado el momento”.
Así se hace tripas el corazón cuando el brillo del tambor llega a los ojos. Tiemblan las piernas y la sudoración, ese exquisito hedor del día anterior, se mezclan con el agua salada que queda en el rostro aturdido por años juveniles. Doy una vuelta y otra. Enseguida ese sonido misterioso de Werther. Lo sé, Goethe lo sabía como el giro del planeta sobre su propio eje: “¿Cuándo acabará?, ¿ha llegado el momento?” Una vez más el giro del tambor y la luz incrustada, insistente, preparada para el momento. “¿Es mi momento?” Dicen que vacilar en una idea es justamente reflejo de inseguridad. El miedo llega con prontitud. El aroma de la mañana, dulce melodía, canto celestial, sublime aparición antes del sonido de la pólvora, envuelve la habitación, mi propia prisión. Tomo el bastón para levantarme de la silla, camino tres metros; tres metros son suficientes para apartarme de su brillo. ¡Cuánta nostalgia desde la ventana! Comencé a recordar los besos bajo la lluvia, los rostros que quedan con el pasar del tiempo convertidos en sombras; empecé ese bello viaje por el tiempo mientras serpentean en la ventana los recuerdos de ella, la inquietante y siempre atenta sombra entre las sombras.
Prometí no pronunciar su nombre. No me prestes atención. Me lo prometí en mis años de juventud. No podré romper la promesa frente a la tumba de mi padre y menos a ésta altura de la vida donde no tengo nada que perder porque ya todo se ha perdido, hasta la misma “altura”. “¿Estoy más cerca de la tierra?” Quizás ese es el sentido: del vientre al subsuelo donde habitan los gusanos. ¡Devoradores insaciables! Me conformaré por no decir su nombre en la mañana que acaba y el ocaso que llega. “Son tantos recuerdos… y yo aquí con ellos.” Un suspiro me basta para quedar más cerca de la tierra añorando el vientre; un suspiro basta para ser devorado por el brillo y su nombre; un suspiro en la nota oculta de Vivaldi para quedar en un profundo silencio: un simple suspiro y nada más.
Así se esfuma el instante cuando los gusanos comienzan a pedir lo suyo. El tiempo es un buitre insaciable y nosotros simple carroña. Debo admitir que padecerán con mi cuero duro, difícil de morder hasta convertir en polvo. Los años no llegan solos. Hoy lo comprendo muy bien porque llegan acompañados de soledades entre multitudes de recuerdos. Recorro parsimoniosamente sus rincones, entre imágenes y bellos rostros, sonrientes, como si el sol se posara eternamente en sus miradas. Me invade la nostalgia. No es un día cualquiera, debo suponer eso porque se trata del gran momento: el momento sublime. En la pared un recuadro de mi madre que pareciera salir del marco para entregarse a la orgía de instantes que ahora invaden la habitación. La casa se mantiene intacta: los papales inútiles que acumulo afanosamente con el ánimo de guardar un pensamiento; el escritorio que emana un dulce olor a madera madura y corroída por el gorgojo; los cuadros de la familia, envejecidos por su exposición a la luz; las puertas y el piso, el color marrón casi vino-tinto que permite la armonía visual y mística a la hora de contar un secreto; las paredes pálidas pero bien dispuestas a mantener en firme la casa; los niños jugueteando en fotos; mi hermana, mis amigos y amigas, cada cosa está en un su lugar. No hay duda: es un escarnio público. Me siento desnudo frente a cada sonrisa en este momento. Doy un paso más cerca del escritorio y tomo un lápiz, tan raro de encontrar en nuestro tiempo. Tiempos difíciles: ¡Nadie quiere escribir!
Así se queda la respiración en la garganta cuando empuño el lápiz, ese bello instrumento con el cual dibujo una letra y que, años atrás, me sirvió para dibujar tu rostro. Lo sé, es un momento inquietante, un rotundo misterio. Comienzo a escribir en el blanco. La angustia llega cuando, bajo el recuerdo de los años mozos y mis bellas putas de años joviales, entrecorta la respiración. Suavemente. Muy suave toco la hoja en blanco y noto cómo pareciera salir de allí una y otra palabra como si se tratara de un desfile de recuerdos. No pareciera estar escribiendo la última nota. Tiene más misterio de testamento. Tal vez por ese aire sublime que atraviesa la habitación, ese aire que tiende su suave manta sobre la piel sensible hasta llegar a la nariz y convertirse en un suspiro frío, en un último suspiro. Tal vez por eso he decidido contar mi último instante. Se escucha a lo lejos el tambor de Vivaldi. La muerte no espera.