Hombre de Vitruvio (Leonardo Da Vinci, 1490)
Por: Yuber H. Rojas Ariza
¿De qué sirve ser profesional? La pregunta, aunque se plantea en un sentido utilitario, la respuesta amerita pensarla con más cuidado. Y si la cambiáramos por su sentido quizás pueda dar más y mejores pistas sobre su posibilidad interpretativa. Pero para hacerlo posible sin duda alguna hay que complementarla: ¿Qué sentido tiene ser profesional en Colombia? Y si la nueva pregunta toma el referente contextual pues aún más fundamental resulta la pregunta para quienes nos interesamos por el «Sentido» de las ciencias sociales y las humanidades en un país azotado por la violencia que legitimamos conscientes o no de ello.
Desde ese escenario interrogativo, considero que estamos en una profunda crisis del espíritu del profesional en nuestro contexto inmediato. Y comienzo con esta afirmación para sostenerla a partir del devenir histórico. En primer lugar, voy a sustentarla a través de su transformación en el tiempo; seguidamente quiero abrir una posibilidad de interpretación para nuestro tiempo y contexto actual.
En ese orden de exposición, quiero advertir que la crisis del espíritu profesional no es equivalente a la vocación que se promulgaba siglos atrás. La postura filosófica, artística e inclusive religiosa, fueron pioneras en señalar que la profesión se fundamentaba en la vocación. O en otras palabras: solamente se consideraba “profesional” a aquel que ejercía una actividad por vocación. Aquí «vocación» se refiere a una pre-disposición o inclinación a realizar una actividad: «Zapatero a tus zapatos», reza, para el caso, la versión de la filosofía antigua en boca de Sócrates. Lo cual significó lo mismo para las altas y bajas actividades en el Medioevo: pastor a tu rebaño, artesano a tu madera, esclavo a tu trabajo. De esa manera se constituyó, nos guste o no, la división de clases, dando, por supuesto, primacía a labores relacionadas con Dios y, por extensión, del Espíritu. En síntesis, una actividad por vocación, por elección divina, por el “sentido” terrenal bajo el mando de fuerzas ulteriores.
Pero las cosas se transformaron drásticamente en la época moderna. Se pasó de una especie de “destino” para cada individuo a una división del trabajo basada en el aumento de la productividad en función del tiempo. La mirada de Adam Smith, padre de la Economía política, logró ver agudamente que cada individuo está dotado de determinadas facultades (destrezas) y puede mejorar y ocupar un puesto de trabajo de acuerdo a ello. Significa, en efecto, que cada individuo puede contribuir con su trabajo a aumentar la riqueza de la nación. Tal lectura de Smith le quita el don de “vocación” al trabajo para darle un carácter instrumental y especializado al mismo. O más claramente: mientras el zapatero se encarga de los zapatos por sus virtudes -o mejor Areté griega- el trabajador moderno que evoca Smith opta por eso y además tiene en cuenta que hay otras actividades económicas con las cuales se pueden intercambiar los zapatos (su producto), por otros productos, llámese, por ejemplo, la carne (del carnicero), las telas (del costurero) o el pan (del panadero). Cada uno trabaja pensando –hipotéticamente- en intercambiar una cosa por otra. Aquí salta a la vista la noción básica del trueque que muy pocos economistas se atreven a cuestionar por temor a derrumbar su creencia en el mercado. En esa perspectiva de análisis, significa que el profesor de filosofía moral, Adam Smith, tiene una suma fe en la benevolencia humana al creer que cada quien puede contribuir con su trabajo al crecimiento de la riqueza. Una nación, de esa forma, funcionaría cooperativamente gracias al interés personal y no por el egoísmo como erradamente se ha creído sobre la Mano invisible.
En esa dirección de ideas, con Smith vemos que el sentido de la profesión adquiere un matiz de vocación instrumental. Esta lectura logró contribuir a entender el funcionamiento del sistema económico capitalista en su “engranaje” básico. El siglo XIX fue el escenario de semejante despliegue del conocimiento técnico-científico. Y en ese despliegue, toda una oleada de transformación de la vida y la meta-vida logró dar origen a la especialización del mismo conocimiento. Significó el nacimiento, para el caso que nos compete, de la sicología, sociología, economía, historia, entre otras ramas que tenían como “objeto” de estudio a eso denominado etéreamente «Sociedad». De allí que bajo la eminente mirada del filósofo alemán Wilhelm Dilthey se hiciera una división entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. Dicha interpretación, legado de grandes pensadores como Giordano Bruno o de pensadores de la época del Renacimiento que consideraron importante la dedicación al cultivo del espíritu. En definitiva, un esencialismo sobre las llamadas Humanidades y Ciencias sociales hoy en día.
El siglo XX, fruto de semejante especialización del conocimiento humano, hizo que se hablara de la vida profesional, esto es, un trabajo cualificado por medio de la educación (colegio, universidad, seminarios, conventos, etc.). En consecuencia, el avance técnico-científico fue tan exuberante como la sangre a borbotones que emanó producto del conocimiento humano. Las distintas guerras llevaron a poner en “tela de juicio” el papel de las ciencias sociales y humanas. Algunos intelectuales se percataron de dicha correlación. Una razón instrumental al estilo de Horkheimer y Adorno logró poner en evidencia tal situación, también Martin Heidegger y su crítica aguda sobre la Técnica moderna, así como la diferenciación entre Labor –actividad por subsistencia- y Trabajo –actividad por Ganancia- que postula Hannah Arendt en su perspicaz y necesaria lectura sobre Lo Político. La “seducción” pero también “inclemencia” de la segunda guerra mundial. En definitiva, se logró dejar en evidencia los alcances de la crueldad humana y, sea de paso, de su espantosa profesionalización.
Significa que ser profesional originariamente estuvo ligado a la vocación, luego a la división del trabajo –“vocación instrumental”-, posteriormente a la cualificación del mismo basado en la especialización hasta dar como resultado una profesionalización al servicio de la muerte.
En ese marco del devenir histórico, quiero terminar éste breve texto volviendo a la pregunta inicial: ¿Qué sentido tiene ser profesional en Colombia? La época moderna está en crisis y también se manifiesta en la violencia histórica vivida en el país cafetero. Un observador crítico que logró evidenciarlo fue el filósofo colombiano Estanislao Zuleta en un libro Colombia: Violencia, Democracia y de Derechos Humanos donde se compila parte de su pensamiento. Sus estudios se concentraron en tratar de comprender, por ejemplo, la violencia desde la crisis de la modernidad, el papel de la Universidad, entre otros puntos álgidos, que fueron más allá del clásico análisis entre el capitalismo vs. Comunismo. En resumidas cuentas: su pensamiento logró indicar que se trata de una profunda crisis de lo humano y, no obstante, también logró percatarse de una alternativa: forjar ciudadanos. Pero ¿Cómo hacerlo posible en medio de la violencia galopante? La pregunta por el sentido de ser profesional en Colombia se vuelve apremiante para comprender nuestra histérica violencia colectiva.
Debo ser enfático. Colombia es la expresión de dicha profesionalización de la muerte con la cual se inaugura el siglo XXI. Una violencia “modernizada” de más de un siglo, profundizada desde mitad del XX y “democratizada” al principio del actual milenio; la expresión de la tecnificación y super-especialización de la violencia en nuestro país se hace patente en el tiempo y en el espacio, en la cotidianidad de la vida moderna. O para ser más directo en el análisis: una violencia generacional que ha forjado comportamientos y que se ha impregnado en la idiosincrasia cotidiana de las y los colombianos. Parodiando un poco: se ha vuelto su ADN. Y con semejante escenario macabro, si a la pregunta no le ponemos un complemento, una función de quien interpreta y una brújula a su devenir, creería que las cosas pueden estar peor.
Sin embargo, dentro del aire pesimista del análisis hay un llamado, una invitación para los inquietos-as de las ciencias sociales y las humanidades. Una invitación a pensar y re-interpretar la pregunta por el sentido de lo humano, por una posición ética sobre la noción de «Humanidad». Significa un reto en medio de tanta muerte. El llamado es a romper con la lógica de profesionalización al servicio de la muerte y a abrir espacios de pensamiento sobre el sentido de lo humano en un país como el nuestro. Un reto, claro está que implica preguntar-nos por la funcionalidad de la misma Universidad. Significa que es necesario dejar de “producir” profesionales a diestra y siniestra para el devorador mercado laboral, un ente que se provee de mano de obra barata y/o desempleada.
En lugar de lo anterior, en lugar de seguir alimentando el apetito insaciable del “mercado laboral”, hay que abrirle paso a una Universidad que forje ciudadanos y ciudadanas, es decir, humanos con vocación por la vida y no por la muerte. Se hace necesario forjar un escenario: La Ciudad –la Polis en el sentido griego de la palabra- nuestro Hogar llamado «Colombia». Y si la pregunta inicial ameritó un cuidado especial, definitivamente tiene «Sentido» cuando la Universidad se convierte en el medio por excelencia para el cambio social y cultural: una educación basada en una ética para la vida es una educación para la formación de la excelencia humana. De allí que se haga necesario lo evidente: ¿Dónde están, entonces, los humanistas y los profesionales en ciencias sociales para dicho proyecto de país? ¿Dónde están las condiciones para hacer patente aquello? Con seguridad esto amerita no solamente a tal “campo” del conocimiento humano, conocedores de las humanidades y las ciencias sociales, sino a todos y a cada uno de los y las profesionales: una construcción de una sociedad que requiere re-educarse en el respeto por la Diferencia. O para decirlo explícitamente: en el sentido más excelso de la palabra Virtud, la excelencia humana en medio de la decadencia moderna.
Por: Yuber H. Rojas Ariza
¿De qué sirve ser profesional? La pregunta, aunque se plantea en un sentido utilitario, la respuesta amerita pensarla con más cuidado. Y si la cambiáramos por su sentido quizás pueda dar más y mejores pistas sobre su posibilidad interpretativa. Pero para hacerlo posible sin duda alguna hay que complementarla: ¿Qué sentido tiene ser profesional en Colombia? Y si la nueva pregunta toma el referente contextual pues aún más fundamental resulta la pregunta para quienes nos interesamos por el «Sentido» de las ciencias sociales y las humanidades en un país azotado por la violencia que legitimamos conscientes o no de ello.
Desde ese escenario interrogativo, considero que estamos en una profunda crisis del espíritu del profesional en nuestro contexto inmediato. Y comienzo con esta afirmación para sostenerla a partir del devenir histórico. En primer lugar, voy a sustentarla a través de su transformación en el tiempo; seguidamente quiero abrir una posibilidad de interpretación para nuestro tiempo y contexto actual.
En ese orden de exposición, quiero advertir que la crisis del espíritu profesional no es equivalente a la vocación que se promulgaba siglos atrás. La postura filosófica, artística e inclusive religiosa, fueron pioneras en señalar que la profesión se fundamentaba en la vocación. O en otras palabras: solamente se consideraba “profesional” a aquel que ejercía una actividad por vocación. Aquí «vocación» se refiere a una pre-disposición o inclinación a realizar una actividad: «Zapatero a tus zapatos», reza, para el caso, la versión de la filosofía antigua en boca de Sócrates. Lo cual significó lo mismo para las altas y bajas actividades en el Medioevo: pastor a tu rebaño, artesano a tu madera, esclavo a tu trabajo. De esa manera se constituyó, nos guste o no, la división de clases, dando, por supuesto, primacía a labores relacionadas con Dios y, por extensión, del Espíritu. En síntesis, una actividad por vocación, por elección divina, por el “sentido” terrenal bajo el mando de fuerzas ulteriores.
Pero las cosas se transformaron drásticamente en la época moderna. Se pasó de una especie de “destino” para cada individuo a una división del trabajo basada en el aumento de la productividad en función del tiempo. La mirada de Adam Smith, padre de la Economía política, logró ver agudamente que cada individuo está dotado de determinadas facultades (destrezas) y puede mejorar y ocupar un puesto de trabajo de acuerdo a ello. Significa, en efecto, que cada individuo puede contribuir con su trabajo a aumentar la riqueza de la nación. Tal lectura de Smith le quita el don de “vocación” al trabajo para darle un carácter instrumental y especializado al mismo. O más claramente: mientras el zapatero se encarga de los zapatos por sus virtudes -o mejor Areté griega- el trabajador moderno que evoca Smith opta por eso y además tiene en cuenta que hay otras actividades económicas con las cuales se pueden intercambiar los zapatos (su producto), por otros productos, llámese, por ejemplo, la carne (del carnicero), las telas (del costurero) o el pan (del panadero). Cada uno trabaja pensando –hipotéticamente- en intercambiar una cosa por otra. Aquí salta a la vista la noción básica del trueque que muy pocos economistas se atreven a cuestionar por temor a derrumbar su creencia en el mercado. En esa perspectiva de análisis, significa que el profesor de filosofía moral, Adam Smith, tiene una suma fe en la benevolencia humana al creer que cada quien puede contribuir con su trabajo al crecimiento de la riqueza. Una nación, de esa forma, funcionaría cooperativamente gracias al interés personal y no por el egoísmo como erradamente se ha creído sobre la Mano invisible.
En esa dirección de ideas, con Smith vemos que el sentido de la profesión adquiere un matiz de vocación instrumental. Esta lectura logró contribuir a entender el funcionamiento del sistema económico capitalista en su “engranaje” básico. El siglo XIX fue el escenario de semejante despliegue del conocimiento técnico-científico. Y en ese despliegue, toda una oleada de transformación de la vida y la meta-vida logró dar origen a la especialización del mismo conocimiento. Significó el nacimiento, para el caso que nos compete, de la sicología, sociología, economía, historia, entre otras ramas que tenían como “objeto” de estudio a eso denominado etéreamente «Sociedad». De allí que bajo la eminente mirada del filósofo alemán Wilhelm Dilthey se hiciera una división entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del espíritu. Dicha interpretación, legado de grandes pensadores como Giordano Bruno o de pensadores de la época del Renacimiento que consideraron importante la dedicación al cultivo del espíritu. En definitiva, un esencialismo sobre las llamadas Humanidades y Ciencias sociales hoy en día.
El siglo XX, fruto de semejante especialización del conocimiento humano, hizo que se hablara de la vida profesional, esto es, un trabajo cualificado por medio de la educación (colegio, universidad, seminarios, conventos, etc.). En consecuencia, el avance técnico-científico fue tan exuberante como la sangre a borbotones que emanó producto del conocimiento humano. Las distintas guerras llevaron a poner en “tela de juicio” el papel de las ciencias sociales y humanas. Algunos intelectuales se percataron de dicha correlación. Una razón instrumental al estilo de Horkheimer y Adorno logró poner en evidencia tal situación, también Martin Heidegger y su crítica aguda sobre la Técnica moderna, así como la diferenciación entre Labor –actividad por subsistencia- y Trabajo –actividad por Ganancia- que postula Hannah Arendt en su perspicaz y necesaria lectura sobre Lo Político. La “seducción” pero también “inclemencia” de la segunda guerra mundial. En definitiva, se logró dejar en evidencia los alcances de la crueldad humana y, sea de paso, de su espantosa profesionalización.
Significa que ser profesional originariamente estuvo ligado a la vocación, luego a la división del trabajo –“vocación instrumental”-, posteriormente a la cualificación del mismo basado en la especialización hasta dar como resultado una profesionalización al servicio de la muerte.
En ese marco del devenir histórico, quiero terminar éste breve texto volviendo a la pregunta inicial: ¿Qué sentido tiene ser profesional en Colombia? La época moderna está en crisis y también se manifiesta en la violencia histórica vivida en el país cafetero. Un observador crítico que logró evidenciarlo fue el filósofo colombiano Estanislao Zuleta en un libro Colombia: Violencia, Democracia y de Derechos Humanos donde se compila parte de su pensamiento. Sus estudios se concentraron en tratar de comprender, por ejemplo, la violencia desde la crisis de la modernidad, el papel de la Universidad, entre otros puntos álgidos, que fueron más allá del clásico análisis entre el capitalismo vs. Comunismo. En resumidas cuentas: su pensamiento logró indicar que se trata de una profunda crisis de lo humano y, no obstante, también logró percatarse de una alternativa: forjar ciudadanos. Pero ¿Cómo hacerlo posible en medio de la violencia galopante? La pregunta por el sentido de ser profesional en Colombia se vuelve apremiante para comprender nuestra histérica violencia colectiva.
Debo ser enfático. Colombia es la expresión de dicha profesionalización de la muerte con la cual se inaugura el siglo XXI. Una violencia “modernizada” de más de un siglo, profundizada desde mitad del XX y “democratizada” al principio del actual milenio; la expresión de la tecnificación y super-especialización de la violencia en nuestro país se hace patente en el tiempo y en el espacio, en la cotidianidad de la vida moderna. O para ser más directo en el análisis: una violencia generacional que ha forjado comportamientos y que se ha impregnado en la idiosincrasia cotidiana de las y los colombianos. Parodiando un poco: se ha vuelto su ADN. Y con semejante escenario macabro, si a la pregunta no le ponemos un complemento, una función de quien interpreta y una brújula a su devenir, creería que las cosas pueden estar peor.
Sin embargo, dentro del aire pesimista del análisis hay un llamado, una invitación para los inquietos-as de las ciencias sociales y las humanidades. Una invitación a pensar y re-interpretar la pregunta por el sentido de lo humano, por una posición ética sobre la noción de «Humanidad». Significa un reto en medio de tanta muerte. El llamado es a romper con la lógica de profesionalización al servicio de la muerte y a abrir espacios de pensamiento sobre el sentido de lo humano en un país como el nuestro. Un reto, claro está que implica preguntar-nos por la funcionalidad de la misma Universidad. Significa que es necesario dejar de “producir” profesionales a diestra y siniestra para el devorador mercado laboral, un ente que se provee de mano de obra barata y/o desempleada.
En lugar de lo anterior, en lugar de seguir alimentando el apetito insaciable del “mercado laboral”, hay que abrirle paso a una Universidad que forje ciudadanos y ciudadanas, es decir, humanos con vocación por la vida y no por la muerte. Se hace necesario forjar un escenario: La Ciudad –la Polis en el sentido griego de la palabra- nuestro Hogar llamado «Colombia». Y si la pregunta inicial ameritó un cuidado especial, definitivamente tiene «Sentido» cuando la Universidad se convierte en el medio por excelencia para el cambio social y cultural: una educación basada en una ética para la vida es una educación para la formación de la excelencia humana. De allí que se haga necesario lo evidente: ¿Dónde están, entonces, los humanistas y los profesionales en ciencias sociales para dicho proyecto de país? ¿Dónde están las condiciones para hacer patente aquello? Con seguridad esto amerita no solamente a tal “campo” del conocimiento humano, conocedores de las humanidades y las ciencias sociales, sino a todos y a cada uno de los y las profesionales: una construcción de una sociedad que requiere re-educarse en el respeto por la Diferencia. O para decirlo explícitamente: en el sentido más excelso de la palabra Virtud, la excelencia humana en medio de la decadencia moderna.