"El campo de la educación es un campo de combate. Todo el mundo puede combatir allí, desde el profesor de primaria, pasando por el de secundaria hasta el profesor de física atómica de la universidad (...) mientras más busque la posibilidad de una realización humana de las gentes que educan más estorba al sistema" (Estanislao Zuleta, 1985).
Por Yuber Hernando Rojas Ariza
Soy orgullosamente hijo de profesora. De ex monja que inició su ejercicio de educación en el magisterio, de mujer con vocación a flor de piel, de valiente y comprometida con la enseñanza. Soy hijo de una maestra que materializó sus sueños. Y lo más bello: todo sigue intacto. Recuerdo, tres décadas atrás, esos primeros años en el salón de clases, en la vereda inhóspita, allá donde muy pocos conocen -río abajo-, un lugar internado de la selva; un lugar donde ella, bajo el recuerdo de la joven que dejó los “hábitos”, prefirió enseñar a contar los números y también a contar la palabra. Y fue allá, en la casa de la madre-monte, en la escuelita rural de sus estudiantes, de un puñado de niños Huitoto que debían caminar un par de horas, donde se gestó casi todo.
El recuerdo está vivo. En la vorágine los indígenas padecieron el exterminio histórico -el dolor de la Casa Arana bajo el auge cauchero- pero también fue allá donde aconteció un pequeño cambio: se fundió el verde y paradisíaco paisaje de juegos de piel canela con el juego de la palabra mientras mi madre comenzaba a ejercer la bella profesión de maestra. Fue en ese recóndito lugar, justamente en la escuelita El Saber, donde hice mis primeros solos que desafiaron la gravedad cuando trataba de dar los primeros pasos en la existencia. Y así, con paso seguro después de un gran esfuerzo, ella, mi madre con valentía y ahínco del colombiano de su tiempo, tomó la opción de vivir una vida modesta y sobre todo honesta junto a sus hijos.
Fueron tiempos difíciles no tan distantes al tiempo presente. Mientras ejército y guerrillas se perseguían mutuamente y pasaban por la escuela buscando “cómplices”, los gobiernos de turno hablaban de Colombia como el “tigre latinoamericano”, una versión “mancodiana” del mito “Bogotá, la Atenas Latinoaméricana”. Ambas, por supuesto, grandes y vergonzosas falacias, tan falaces como el discurso del progreso, la Libertad y el Orden en un país analfabeta. En esa clara anti-correspondencia entre el discurso de los gobiernos de turno y las realidades concretas y marginales por doquier, han pasado los años y también las generaciones sacrificadas por la guerra y la falta de oportunidades. No obstante, también han estado en el anonimato miles de maestros y maestras trabajando en silencio por un mañana mejor para sus hijos e hijas. Y de eso, no sobra decirlo, me siento agradecido.
La historia de ella, en las sombras de las estadísticas de productividad moderna, se repite por miles de historias de colegas suyos. Década tras década han tenido que someterse al régimen de un Estado que se basa en la Injusticia y sobre todo en la Ignorancia. Las leyes antes de entrar a regir el libre mercado en los noventas, proporcionaron condiciones laborales que permitieron a su vez pequeños avances en la dignificación de ser docente, profesor o maestro. Pero esto cambió con la importación del modelo de educación mercantilista en el 91. Se deterioraron las condiciones laborales para ejercer la bella profesión de ser maestro. Las leyes del 94 se tradujeron en más producción, como diría José Saramago de analfabetas funcionales, es decir, graduados con cero conocimiento sobre el conocimiento; simples obedientes y operativos. Y en ese tránsito de leyes completamente ajenas a las realidades de las escuelas rurales, alejadas de las necesidades de los niños y niñas del campo y de los barrios marginales de las ciudades, los profesores fueron perdiendo sus derechos y se hizo cada vez más evidente el deterioro de las condiciones laborales; perdieron derechos adquiridos, pensión gracia y otros incentivos que hoy en día hacen de la labor docente una desgracia para la gran mayoría, al menos en términos de compensación económica por su admirable trabajo.
Cuando pienso en ese deterioro de las condiciones de los profesores no dejo de pensar en el futuro posible. No dejo de imaginar cómo se perpetúa la pobreza y la guerra en el campo; la explotación y la miseria en que viven ciento de miles de colombianos. Sin embargo, tampoco dejo de pensar en el otro extremo del panorama. Por ejemplo ¿Cómo es posible hablar de Ministerio de Educación cuando no existe una Educación de ministerio por El Saber? Pareciera ser que los gobernantes, o mejor decirlo así, los burócratas que llegan a ocupar dicho ministerio, nunca han pasado por una escuela y no tienen la menor idea de las largas caminatas de los niños y niñas y menos aún tienen idea de los malabares de ser un profesor comprometido con -y por- la transformación social.
Por ese motivo, la indignación salta a la vista: ¡es una completa vergüenza un país regido por gobernantes analfabetas! Y si seguramente existiera una prueba “Pisa” para examinar su grado promedio de conocimiento aquellos quedarían en evidencia. ¿Qué hacer entonces con la educación de los niños y niñas que han sido los principales afectados generación tras generación? Comprendo hoy en día la necesidad de dignificar el trabajo de un docente, profesor o maestro. Comprendo que los cambios estructurales nunca vendrán del ministerio de educación mientras ese cargo sea ocupado por la burocracia imperante. A ellos, a los que ocupan un cómodo escritorio y se ríen de los mares de protestas entre uno y otro Martini, no les importa que los niños y las niñas tengan una educación digna. Lo único que les importa, y quiero dejarlo claro como el agua y el aceite, es hacer carrera política para llegar a un cargo político de más alcurnia, esto es, para el caso de la actual ministra, una vicepresidencia de la república junto al relevo de turno, otro ministro en carrera.
Así de mediocre -o promediocre- es la clase dirigente que viene sepultando los sueños de los niños y niñas en el campo y en la ciudad. Así han transcurrido tres décadas en la completa marginalidad mientras los maestros caminan orientando el horizonte. ¿Qué horizonte queda por indicar, allá a lo lejos? Algo indica que muchas cosas quedan por hacer antes de ocultarse el sol río abajo, entre los recuerdos de las montañas de la selva espesa.
No hay que perder la perspectiva, no hay que perder la dignidad. ¿Y por qué no hay que perderla? Mientras la sonrisa de los pequeños florezca en el paisaje y las preguntas continúen en el aula; mientras sigan los sueños plasmados en el papel y el asombro de las primeras palabras y los primeros cálculos asomen en sus rostros, siempre, o más bien casi siempre habrá un día que valdrá la pena vivir en el arte de ser maestro en medio de la injusticia reinante. Así que no queda mucho por decir en este testimonio, salvo, claro está, una profunda gratitud; un silencioso aplauso para ellos y ellas, un aplauso para los héroes y heroínas que yacen en la clandestinidad de las primeras palabras y números.
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*Pintura, Escolares en Tingo María. Fuente: Le Monde diplomatique Perú
Por Yuber Hernando Rojas Ariza
Soy orgullosamente hijo de profesora. De ex monja que inició su ejercicio de educación en el magisterio, de mujer con vocación a flor de piel, de valiente y comprometida con la enseñanza. Soy hijo de una maestra que materializó sus sueños. Y lo más bello: todo sigue intacto. Recuerdo, tres décadas atrás, esos primeros años en el salón de clases, en la vereda inhóspita, allá donde muy pocos conocen -río abajo-, un lugar internado de la selva; un lugar donde ella, bajo el recuerdo de la joven que dejó los “hábitos”, prefirió enseñar a contar los números y también a contar la palabra. Y fue allá, en la casa de la madre-monte, en la escuelita rural de sus estudiantes, de un puñado de niños Huitoto que debían caminar un par de horas, donde se gestó casi todo.
El recuerdo está vivo. En la vorágine los indígenas padecieron el exterminio histórico -el dolor de la Casa Arana bajo el auge cauchero- pero también fue allá donde aconteció un pequeño cambio: se fundió el verde y paradisíaco paisaje de juegos de piel canela con el juego de la palabra mientras mi madre comenzaba a ejercer la bella profesión de maestra. Fue en ese recóndito lugar, justamente en la escuelita El Saber, donde hice mis primeros solos que desafiaron la gravedad cuando trataba de dar los primeros pasos en la existencia. Y así, con paso seguro después de un gran esfuerzo, ella, mi madre con valentía y ahínco del colombiano de su tiempo, tomó la opción de vivir una vida modesta y sobre todo honesta junto a sus hijos.
Fueron tiempos difíciles no tan distantes al tiempo presente. Mientras ejército y guerrillas se perseguían mutuamente y pasaban por la escuela buscando “cómplices”, los gobiernos de turno hablaban de Colombia como el “tigre latinoamericano”, una versión “mancodiana” del mito “Bogotá, la Atenas Latinoaméricana”. Ambas, por supuesto, grandes y vergonzosas falacias, tan falaces como el discurso del progreso, la Libertad y el Orden en un país analfabeta. En esa clara anti-correspondencia entre el discurso de los gobiernos de turno y las realidades concretas y marginales por doquier, han pasado los años y también las generaciones sacrificadas por la guerra y la falta de oportunidades. No obstante, también han estado en el anonimato miles de maestros y maestras trabajando en silencio por un mañana mejor para sus hijos e hijas. Y de eso, no sobra decirlo, me siento agradecido.
La historia de ella, en las sombras de las estadísticas de productividad moderna, se repite por miles de historias de colegas suyos. Década tras década han tenido que someterse al régimen de un Estado que se basa en la Injusticia y sobre todo en la Ignorancia. Las leyes antes de entrar a regir el libre mercado en los noventas, proporcionaron condiciones laborales que permitieron a su vez pequeños avances en la dignificación de ser docente, profesor o maestro. Pero esto cambió con la importación del modelo de educación mercantilista en el 91. Se deterioraron las condiciones laborales para ejercer la bella profesión de ser maestro. Las leyes del 94 se tradujeron en más producción, como diría José Saramago de analfabetas funcionales, es decir, graduados con cero conocimiento sobre el conocimiento; simples obedientes y operativos. Y en ese tránsito de leyes completamente ajenas a las realidades de las escuelas rurales, alejadas de las necesidades de los niños y niñas del campo y de los barrios marginales de las ciudades, los profesores fueron perdiendo sus derechos y se hizo cada vez más evidente el deterioro de las condiciones laborales; perdieron derechos adquiridos, pensión gracia y otros incentivos que hoy en día hacen de la labor docente una desgracia para la gran mayoría, al menos en términos de compensación económica por su admirable trabajo.
Cuando pienso en ese deterioro de las condiciones de los profesores no dejo de pensar en el futuro posible. No dejo de imaginar cómo se perpetúa la pobreza y la guerra en el campo; la explotación y la miseria en que viven ciento de miles de colombianos. Sin embargo, tampoco dejo de pensar en el otro extremo del panorama. Por ejemplo ¿Cómo es posible hablar de Ministerio de Educación cuando no existe una Educación de ministerio por El Saber? Pareciera ser que los gobernantes, o mejor decirlo así, los burócratas que llegan a ocupar dicho ministerio, nunca han pasado por una escuela y no tienen la menor idea de las largas caminatas de los niños y niñas y menos aún tienen idea de los malabares de ser un profesor comprometido con -y por- la transformación social.
Por ese motivo, la indignación salta a la vista: ¡es una completa vergüenza un país regido por gobernantes analfabetas! Y si seguramente existiera una prueba “Pisa” para examinar su grado promedio de conocimiento aquellos quedarían en evidencia. ¿Qué hacer entonces con la educación de los niños y niñas que han sido los principales afectados generación tras generación? Comprendo hoy en día la necesidad de dignificar el trabajo de un docente, profesor o maestro. Comprendo que los cambios estructurales nunca vendrán del ministerio de educación mientras ese cargo sea ocupado por la burocracia imperante. A ellos, a los que ocupan un cómodo escritorio y se ríen de los mares de protestas entre uno y otro Martini, no les importa que los niños y las niñas tengan una educación digna. Lo único que les importa, y quiero dejarlo claro como el agua y el aceite, es hacer carrera política para llegar a un cargo político de más alcurnia, esto es, para el caso de la actual ministra, una vicepresidencia de la república junto al relevo de turno, otro ministro en carrera.
Así de mediocre -o promediocre- es la clase dirigente que viene sepultando los sueños de los niños y niñas en el campo y en la ciudad. Así han transcurrido tres décadas en la completa marginalidad mientras los maestros caminan orientando el horizonte. ¿Qué horizonte queda por indicar, allá a lo lejos? Algo indica que muchas cosas quedan por hacer antes de ocultarse el sol río abajo, entre los recuerdos de las montañas de la selva espesa.
No hay que perder la perspectiva, no hay que perder la dignidad. ¿Y por qué no hay que perderla? Mientras la sonrisa de los pequeños florezca en el paisaje y las preguntas continúen en el aula; mientras sigan los sueños plasmados en el papel y el asombro de las primeras palabras y los primeros cálculos asomen en sus rostros, siempre, o más bien casi siempre habrá un día que valdrá la pena vivir en el arte de ser maestro en medio de la injusticia reinante. Así que no queda mucho por decir en este testimonio, salvo, claro está, una profunda gratitud; un silencioso aplauso para ellos y ellas, un aplauso para los héroes y heroínas que yacen en la clandestinidad de las primeras palabras y números.
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*Pintura, Escolares en Tingo María. Fuente: Le Monde diplomatique Perú