Bucaramanga, 3 de mayo de 2022
Científicos de pacotilla
El oficio de enseñar trae consigo la angustiosa espera del futuro catastrófico. El tiempo dividido entre varios salones de clase y las bombas que resuenan próximas como la amenaza de guerra. La tristeza generalizada y el dolor de presenciar la crisis de ausencia a los discursos. La obstinada determinación de no obligar a nadie a escucharme. Todo esto parece el peso que trae utilizar la mente hasta que la inteligencia permite. Estoy dispuesto a gastar mi última idea y lanzarla al ruedo como toro, quiero utilizar todos mis pensamientos y por ello destino cada fuerza de mi concentración en ese oficio. Claro, aunque el tiempo se disipe entre el tiple, el humo y las copas me siento abocado por completo a la tarea de discutir con la doctrina.
En ocasiones lo logró. La mayoría de las veces las palabras se agrupan a mi favor. Fluyo como arroyo montañero y parece que cada idea llega hasta el alma de quienes me escuchan. En otros momentos me pierdo como eco de acantilado y las ideas se acartonan en mi conciencia atragantada de posibilidades. En esos momentos pido auxilio como un cordero vulnerable y espero la indulgencia de quienes asisten.
La semana pasada intenté mantener el día entre las detonaciones. Afuera el mundo se acababa y yo debía cumplir un requisito. Definitivamente, pensé, no alcanzaré a llegar a clase de 9:00 a.m. El examen de conocimiento de lengua extranjera que presenté es peor de lo que pensé. Como no entendí nada, salí decepcionado, abatido, cansado del lenguaje burocrático de la formalidad científica. Me dirijo a una pequeña puerta en el primer piso que lleva a la entrada principal por el costado del edificio para evitar la entrada de la facultad. Serpenteo en un dintorno de cafetería que se convirtió en salón auxiliar del auditorio menor de la facultad y veo un profesor en el atril lo que recuerda que en la mañana tengo clase en el cuarto piso. Hubiera podido subir pero ya perdí la clase, son más de las 10:30 a.m. y ningún estudiante debió haber esperado. Además creo que es inútil, no quiero dar clase, solo quiero llegar al pequeño apartamento que me resguarda, encender un cigarrillo, escribir algo, cualquier cosa que sea disfrutable y libre. Paso por el lado de varios ojos que me juzgan cabizbajo y desfilo entre los cuerpos en la penosa danza de las huidas. A las 2:00 p.m. recuerdo, tengo clase y también la otra parte del examen. Pensé que no quería hacer ninguna de las dos pero por medio de video llamada, obligado hice a la segunda parte del examen.
En la mañana, cuando salí de la prueba en el salón de audiovisuales, vi Jóvenes encapuchados en la entrada principal, ¡genial! pensé, no tendré clase ni examen. Pero tampoco dinero si las cosas se complican, reflexiono. Eso atormenta el corazón. En la tarde de ese día, como era un jueves, quise ir a jugar fútbol después de las 4:00 p.m. Pero ya ni para eso servía la Universidad. No nos dejaron entrar aludiendo que el lugar había sido destruido por los encapuchados. recuerdo ver los torniquetes de la entrada destrozados.
Hoy, siete días después, la puerta del campus está más abierta que de costumbre y los vigilantes desvían la mirada, ya no preguntan para donde voy, con quién salí el día anterior, si aún soy profesor y menos se tienen el atrevimiento de evitar que mi cuñado, un negro de casi dos metros, entre al campus por su color de piel con la excusa de que al no ser comunidad “las visitas se atienden afuera” del campus.
Por eso considero que el acceso a la Universidad debe ser libre de cualquier discriminación. La forma como somos tratados los que no entramos al campus en lujosas camionetas es abominable. En otra oportunidad, en la entrada recuerdo escuché: -¿a dónde va? y al voltear veo la desagradable vigilante que no dejó entrar a mi cuñado y me insultó como profesor y se burló y discriminó el ingreso de mi familiar ¡a clase! le respondí de prisa. En la entrada de la universidad se gestó el odio y la discordia que terminó con el ataque de los encapuchados.
El odio de clase, de raza, homofobo, clasista y además cobarde de los poderosos científicos de pacotilla.
Científicos de pacotilla
El oficio de enseñar trae consigo la angustiosa espera del futuro catastrófico. El tiempo dividido entre varios salones de clase y las bombas que resuenan próximas como la amenaza de guerra. La tristeza generalizada y el dolor de presenciar la crisis de ausencia a los discursos. La obstinada determinación de no obligar a nadie a escucharme. Todo esto parece el peso que trae utilizar la mente hasta que la inteligencia permite. Estoy dispuesto a gastar mi última idea y lanzarla al ruedo como toro, quiero utilizar todos mis pensamientos y por ello destino cada fuerza de mi concentración en ese oficio. Claro, aunque el tiempo se disipe entre el tiple, el humo y las copas me siento abocado por completo a la tarea de discutir con la doctrina.
En ocasiones lo logró. La mayoría de las veces las palabras se agrupan a mi favor. Fluyo como arroyo montañero y parece que cada idea llega hasta el alma de quienes me escuchan. En otros momentos me pierdo como eco de acantilado y las ideas se acartonan en mi conciencia atragantada de posibilidades. En esos momentos pido auxilio como un cordero vulnerable y espero la indulgencia de quienes asisten.
La semana pasada intenté mantener el día entre las detonaciones. Afuera el mundo se acababa y yo debía cumplir un requisito. Definitivamente, pensé, no alcanzaré a llegar a clase de 9:00 a.m. El examen de conocimiento de lengua extranjera que presenté es peor de lo que pensé. Como no entendí nada, salí decepcionado, abatido, cansado del lenguaje burocrático de la formalidad científica. Me dirijo a una pequeña puerta en el primer piso que lleva a la entrada principal por el costado del edificio para evitar la entrada de la facultad. Serpenteo en un dintorno de cafetería que se convirtió en salón auxiliar del auditorio menor de la facultad y veo un profesor en el atril lo que recuerda que en la mañana tengo clase en el cuarto piso. Hubiera podido subir pero ya perdí la clase, son más de las 10:30 a.m. y ningún estudiante debió haber esperado. Además creo que es inútil, no quiero dar clase, solo quiero llegar al pequeño apartamento que me resguarda, encender un cigarrillo, escribir algo, cualquier cosa que sea disfrutable y libre. Paso por el lado de varios ojos que me juzgan cabizbajo y desfilo entre los cuerpos en la penosa danza de las huidas. A las 2:00 p.m. recuerdo, tengo clase y también la otra parte del examen. Pensé que no quería hacer ninguna de las dos pero por medio de video llamada, obligado hice a la segunda parte del examen.
En la mañana, cuando salí de la prueba en el salón de audiovisuales, vi Jóvenes encapuchados en la entrada principal, ¡genial! pensé, no tendré clase ni examen. Pero tampoco dinero si las cosas se complican, reflexiono. Eso atormenta el corazón. En la tarde de ese día, como era un jueves, quise ir a jugar fútbol después de las 4:00 p.m. Pero ya ni para eso servía la Universidad. No nos dejaron entrar aludiendo que el lugar había sido destruido por los encapuchados. recuerdo ver los torniquetes de la entrada destrozados.
Hoy, siete días después, la puerta del campus está más abierta que de costumbre y los vigilantes desvían la mirada, ya no preguntan para donde voy, con quién salí el día anterior, si aún soy profesor y menos se tienen el atrevimiento de evitar que mi cuñado, un negro de casi dos metros, entre al campus por su color de piel con la excusa de que al no ser comunidad “las visitas se atienden afuera” del campus.
Por eso considero que el acceso a la Universidad debe ser libre de cualquier discriminación. La forma como somos tratados los que no entramos al campus en lujosas camionetas es abominable. En otra oportunidad, en la entrada recuerdo escuché: -¿a dónde va? y al voltear veo la desagradable vigilante que no dejó entrar a mi cuñado y me insultó como profesor y se burló y discriminó el ingreso de mi familiar ¡a clase! le respondí de prisa. En la entrada de la universidad se gestó el odio y la discordia que terminó con el ataque de los encapuchados.
El odio de clase, de raza, homofobo, clasista y además cobarde de los poderosos científicos de pacotilla.