Por: Yuber H. Rojas Ariza.
Cuatro de la tarde. El zumbido de un televisor de fondo. La esquina de la estación está oxidada. Cerca de la ribera del rio de Oro, asoman pequeñas casas de madera, zinc y cartón. La locución presidencial habla de la Locomotora del país. Enseguida la voz de un periodista ahogado de emoción: “es la base de la prosperidad económica, así lo señala nuestro presidente”.
El calor es sofocante mientras pasa un camión por la carretera. Sigo en la esquina de la estación esperando el tren. “¿Me equivocaría de hora? Había entendido que esa es la hora del tren” pensé por un instante. Veo con cierta incertidumbre alrededor. Ya no hay sombras y los rayos de sol queman la piel. Al fondo sigue el ruido perturbador de la televisión que ahoga el caudal del río; río que alguna vez llevó oro y ahora arrastra heces humanas, “¿Rio de heces?” pensé por un momento con cierta ironía mientras observé la carretera de asfalto y cemento llenarse de humo negro.
La tarde comienza a caer. No obstante, el ambiente se torna un poco insoportable y la densa niebla de smoke llega a las pequeñas casas que rodean la carretera. No soy ajeno a esa niebla moderna ni al ruido del río que ya no lleva oro por sus venas. Recordé la magia Cien Años de Soledad. Recordé ese Tren que salió para volver lleno de muertos y que hoy entiendo con un escalofriante detalle: la masacre de las bananeras. Comprendo al maestro García Márquez a la hora de escribirlo: quizás por las lágrimas o la impotencia de querer decirlo todo y a la vez nada. Así transcurrieron unos minutos mientras la espera continuaba: entre el todo y la nada. Al otro lado, apoyada en el borde de dos palos de madera, una mujer con su pequeño hijo me observa con preocupación y extrañeza; es joven, de piel canela, delgada, con senos atraídos por la gravitación, un rostro con delgadas líneas en su frente, ojos grandes y mirada de pesadumbre. El pequeño no dista de sus rasgos, aunque tiene esa mirada infantil que juega hasta con las hormigas que salen de la tierra. Ella y él, unidos por ese vínculo invisible, alzaron su mirada ante el desconocido. Yo no tuve más remedio que imaginar el tren llegar. De inmediato esquivé esos ojos incisivos y di un paso para escuchar cómo sería el sonido del tren de la estación café Madrid.
Cerré los ojos. Ahora las voces se han multiplicado y el sonido llega. Suena en el horizonte y el tren se acerca fumando trozos de carbón; el cielo se hace gris por las bocanadas de humo. La gente se atesta hacia el tren. El río se escucha en el fondo. La joven mujer lleva a su hijo con pantalones cortos y un gorrito que le hace mantener el equilibrio para su corta edad. Sonrío al verlos caminar deprisa y cómo el brazo de la mujer desequilibra al pequeño. Avanzo un poco hacia la estación. Bultos de plátanos, yuca, unas gallinas asadas del calor, algunos trastes de utensilios domésticos, maletas, unas mujeres de vestidos largos y hombres sudorosos en la frente; todos bajando y subiendo incipientemente. La voz tosca de un hombre afanado, en medio de las voces de los pasajeros, señala que pronto partirá el tren. Me dispuse a caminar hacia ellos. El tren es imponente en el paisaje. Noto con asombro el cargamento de madera en su interior, unas varillas y materiales de construcción. La mujer joven sube con el niño y se aloja en uno de los vagones. Suena el primer llamado de abordaje. Está casi lleno. El hombre de voz tosca sube e indica que ya va a salir. No me deja de impresionar esa imponente máquina sobre rieles en los años 50´s mientras avanza década tras década y se pierde en el horizonte.
Seis de la tarde. Asustado, despierto del ensueño al escuchar los gritos de los niños. De seguro los fantasmas deambulan por la estación. A esta hora del ocaso, Café Madrid se llena de recuerdos. El sol se ha topado con las nubes negras. Del cielo gris cae una suave y cálida lluvia. Taciturnos como la tarde, los niños se refugian en sus hogares. En los años de los ferrocarriles, este escenario hubiera sido de fiesta cuando el sonido del tren regresa. Hoy en día es de incertidumbre cuando la lluvia cae pues los techos no soportan tanta intemperie en la estación. Empiezo a creer que las palabras adquieren una intimidad especial cada vez que pronuncio «Estación» y se logra un vínculo tibio, de hermandad, porque precisamente el pasado va quedando en el olvido: “¡qué tiempos aquellos!” me dije con sorpresa y nostalgia. Gota tras gota el cielo inicia su orquesta y poco a poco el tiempo va dejando en el olvido los años de los rieles. “Bucaramanga, ciudad bonita ¿dónde estás que no te veo?”, pregunto con asombro. Aparece una valla publicitaria con tal anuncio ilusorio. Hasta los mismos anuncios se degradan y se convierten en óxido. El ocaso llega.
Bucaramanga está oxidada y en su cara hay ojos tristes. Sus años de niñez se han ido con el tiempo en este rincón de la estación; se han ido montaña arriba, como el progreso, recorriendo un barrio histórico, luego una triada del comercio para llegar hasta la ilusión de la cabecera del llano. Y sigue hacia la montaña, cerca de florida, allá donde están los bosques, donde el sol no llega ni quema la piel con tanta particularidad. “¡Cuánta ilusión es el progreso!”, reflexiono. El ocaso se ha apoderado de la Estación. A lo mejor porque su nombre, evocación de «café» y «monarquía española» no funcionan bien; o tal vez porque el mundo ha cambiado y ahora «Madrid» no es la misma ni tampoco el «café» en pleno aire globalizado. Los tiempos cambian, sin lugar a dudas y seguirán cambiando aunque se tenga la ilusión de Progreso en la montaña.
¿Cuánto secretos, cuántas historias se escoden en rostro de la estación? Ya no puede ver a la “ciudad bonita” con los mismos ojos. No lo puedo hacer después de convivir con fantasmas, de estar en medio de la lluvia plácida, de escudriñar los secretos de la estación Café Madrid. Y de seguro no lo puedo hacer porque en un país de un tren metafórico llamado “prosperidad” lo único que queda es la soledad y el olvido. «Soledad» en la estación día tras día que espera un mundo mejor y el «olvido» al cual han quedado sometidos los desplazados del Café Madrid. Entre el Olvido y la Soledad llega la hora de la huida. La noche se acerca. No me queda más remedio que caminar el ocaso en medio de la lluvia. Es hora de la partida: El tren nunca llegó y sospecho que jamás lo hará.
Cuatro de la tarde. El zumbido de un televisor de fondo. La esquina de la estación está oxidada. Cerca de la ribera del rio de Oro, asoman pequeñas casas de madera, zinc y cartón. La locución presidencial habla de la Locomotora del país. Enseguida la voz de un periodista ahogado de emoción: “es la base de la prosperidad económica, así lo señala nuestro presidente”.
El calor es sofocante mientras pasa un camión por la carretera. Sigo en la esquina de la estación esperando el tren. “¿Me equivocaría de hora? Había entendido que esa es la hora del tren” pensé por un instante. Veo con cierta incertidumbre alrededor. Ya no hay sombras y los rayos de sol queman la piel. Al fondo sigue el ruido perturbador de la televisión que ahoga el caudal del río; río que alguna vez llevó oro y ahora arrastra heces humanas, “¿Rio de heces?” pensé por un momento con cierta ironía mientras observé la carretera de asfalto y cemento llenarse de humo negro.
La tarde comienza a caer. No obstante, el ambiente se torna un poco insoportable y la densa niebla de smoke llega a las pequeñas casas que rodean la carretera. No soy ajeno a esa niebla moderna ni al ruido del río que ya no lleva oro por sus venas. Recordé la magia Cien Años de Soledad. Recordé ese Tren que salió para volver lleno de muertos y que hoy entiendo con un escalofriante detalle: la masacre de las bananeras. Comprendo al maestro García Márquez a la hora de escribirlo: quizás por las lágrimas o la impotencia de querer decirlo todo y a la vez nada. Así transcurrieron unos minutos mientras la espera continuaba: entre el todo y la nada. Al otro lado, apoyada en el borde de dos palos de madera, una mujer con su pequeño hijo me observa con preocupación y extrañeza; es joven, de piel canela, delgada, con senos atraídos por la gravitación, un rostro con delgadas líneas en su frente, ojos grandes y mirada de pesadumbre. El pequeño no dista de sus rasgos, aunque tiene esa mirada infantil que juega hasta con las hormigas que salen de la tierra. Ella y él, unidos por ese vínculo invisible, alzaron su mirada ante el desconocido. Yo no tuve más remedio que imaginar el tren llegar. De inmediato esquivé esos ojos incisivos y di un paso para escuchar cómo sería el sonido del tren de la estación café Madrid.
Cerré los ojos. Ahora las voces se han multiplicado y el sonido llega. Suena en el horizonte y el tren se acerca fumando trozos de carbón; el cielo se hace gris por las bocanadas de humo. La gente se atesta hacia el tren. El río se escucha en el fondo. La joven mujer lleva a su hijo con pantalones cortos y un gorrito que le hace mantener el equilibrio para su corta edad. Sonrío al verlos caminar deprisa y cómo el brazo de la mujer desequilibra al pequeño. Avanzo un poco hacia la estación. Bultos de plátanos, yuca, unas gallinas asadas del calor, algunos trastes de utensilios domésticos, maletas, unas mujeres de vestidos largos y hombres sudorosos en la frente; todos bajando y subiendo incipientemente. La voz tosca de un hombre afanado, en medio de las voces de los pasajeros, señala que pronto partirá el tren. Me dispuse a caminar hacia ellos. El tren es imponente en el paisaje. Noto con asombro el cargamento de madera en su interior, unas varillas y materiales de construcción. La mujer joven sube con el niño y se aloja en uno de los vagones. Suena el primer llamado de abordaje. Está casi lleno. El hombre de voz tosca sube e indica que ya va a salir. No me deja de impresionar esa imponente máquina sobre rieles en los años 50´s mientras avanza década tras década y se pierde en el horizonte.
Seis de la tarde. Asustado, despierto del ensueño al escuchar los gritos de los niños. De seguro los fantasmas deambulan por la estación. A esta hora del ocaso, Café Madrid se llena de recuerdos. El sol se ha topado con las nubes negras. Del cielo gris cae una suave y cálida lluvia. Taciturnos como la tarde, los niños se refugian en sus hogares. En los años de los ferrocarriles, este escenario hubiera sido de fiesta cuando el sonido del tren regresa. Hoy en día es de incertidumbre cuando la lluvia cae pues los techos no soportan tanta intemperie en la estación. Empiezo a creer que las palabras adquieren una intimidad especial cada vez que pronuncio «Estación» y se logra un vínculo tibio, de hermandad, porque precisamente el pasado va quedando en el olvido: “¡qué tiempos aquellos!” me dije con sorpresa y nostalgia. Gota tras gota el cielo inicia su orquesta y poco a poco el tiempo va dejando en el olvido los años de los rieles. “Bucaramanga, ciudad bonita ¿dónde estás que no te veo?”, pregunto con asombro. Aparece una valla publicitaria con tal anuncio ilusorio. Hasta los mismos anuncios se degradan y se convierten en óxido. El ocaso llega.
Bucaramanga está oxidada y en su cara hay ojos tristes. Sus años de niñez se han ido con el tiempo en este rincón de la estación; se han ido montaña arriba, como el progreso, recorriendo un barrio histórico, luego una triada del comercio para llegar hasta la ilusión de la cabecera del llano. Y sigue hacia la montaña, cerca de florida, allá donde están los bosques, donde el sol no llega ni quema la piel con tanta particularidad. “¡Cuánta ilusión es el progreso!”, reflexiono. El ocaso se ha apoderado de la Estación. A lo mejor porque su nombre, evocación de «café» y «monarquía española» no funcionan bien; o tal vez porque el mundo ha cambiado y ahora «Madrid» no es la misma ni tampoco el «café» en pleno aire globalizado. Los tiempos cambian, sin lugar a dudas y seguirán cambiando aunque se tenga la ilusión de Progreso en la montaña.
¿Cuánto secretos, cuántas historias se escoden en rostro de la estación? Ya no puede ver a la “ciudad bonita” con los mismos ojos. No lo puedo hacer después de convivir con fantasmas, de estar en medio de la lluvia plácida, de escudriñar los secretos de la estación Café Madrid. Y de seguro no lo puedo hacer porque en un país de un tren metafórico llamado “prosperidad” lo único que queda es la soledad y el olvido. «Soledad» en la estación día tras día que espera un mundo mejor y el «olvido» al cual han quedado sometidos los desplazados del Café Madrid. Entre el Olvido y la Soledad llega la hora de la huida. La noche se acerca. No me queda más remedio que caminar el ocaso en medio de la lluvia. Es hora de la partida: El tren nunca llegó y sospecho que jamás lo hará.