Homenaje a los Desaparecidos
Por: Yuber H. Rojas Ariza.
Caminaba una calle tras otra bajo el ocaso de un día asfixiante. En la esquina de una avenida atestada de autos, al lado del semáforo, dos chicos limpiando un parabrisas. Nada que no estuviera fuera de "lo normal" en un día cualquiera. Una cuadra más allá números en las casas y en los locales comerciales. Hasta ahí nada fuera de lo normal, insisto. Sin embargo, no comprendí en qué justo momento todo comenzó a cambiar de "coordenadas". Una sensación extraña se apoderó a lo largo y ancho de las calles como si fuera el presagio de algo misterioso por-venir. Lo normal ahora pareciere cambiar repentinamente. Ya no eran números los que indicaban la dirección de las residencias. De un sopetón, como si llegara un rayo sobre la cabeza y me ubicara en otra dimensión, quiero decir, en la dimensión de los muertos, los números se transmutaron en lápidas y rostros mortuorios.
De inmediato me pregunté con angustia: “¿Qué está pasando en las calles?” “¿Qué pasa con el mundo que ahora son lápidas sin rostro?” volví a interrogar con horror. Enseguida, como perseguido por las sombras bajo una pesadilla de la cotidianidad, me sumergí en los mensajes de una calle y otra. A la derecha una cifra que poco a poco se desvanecía: 61604. A la izquierda: 15600. Empecé a darme prisa, cada vez más rápido un paso tras paso. Pero cada vez más rápido también aparecían números desvanecidos. “¿Cómo escapar de las calles sin nombre?” escuché a un hombre en la esquina próxima. Decidí seguirlo, no sé si con el ánimo de encontrar alguna respuesta a lo que estaba pasando, o tal vez por una cuestión instintiva de supervivencia. No sabría responder aquello ni menos lo hice en semejante estado extático. Apresuré el paso. Sentí la adrenalina fluir por todo el cuerpo mientras corría. Poco a poco la temperatura subía mientras el ritmo cardíaco se blindaba. El sudor empañó los anteojos y su resultado fue una caída aparatosa sobre una calle desierta.
Desperté. No sé cuánto tiempo quedé tendido en el cemento de la acera. Un poco confundido, aturdido por el golpe, recogí los anteojos y me levanté. Alcé la mirada. Justo en ese momento, cuando dirigí la mirada hacia la esquina, vi que aquel hombre que yo traté de seguir se acercaba diciéndome “bienvenido a las calles con nombre”. No comprendí en su momento su cordial saludo pues aún el efecto del golpe me producía un discreto dolor en la cabeza. El hombre, cuyo rostro no alcancé a identificar, tal vez por la sombra y el sombrero que rimaba con su ropa negra, vestido que me recordaba a un detective que cumple con su trabajo investigativo y que en el momento me sorprendió por la calidez de sus palabras, ese hombre, extraño y enigmático, me señaló con su dedo hacia un mensaje en la esquina de la calle NN: “Aquí yacen los desaparecidos”. Un renglón más abajo y con letra más pequeña se alcanzaba a leer “víctimas, sin nombre, crímenes de lesa humanidad”, y un poco más abajo: “por la memoria histórica, homenaje a los desaparecidos (1980 – 2012)”.
Apenas terminé de leer “dos mil doce” rostros tristes, misteriosos, comenzaron a desfilar en la calle. Cada uno con una lápida sobre sus hombros; caminaban sin orientación alguna. El hombre de luto volvió a hablarme: “buscan una calle, buscan un nombre porque nadie los recuerda”. Bastante confundido por el ambiente enrarecido, tenue, aire sepulcral sobre adoquines violeta, pregunté sorprendido: “¿quieren nombre en las calles?” Y la respuesta a secas no se hizo esperar: “sí, justicia”.
Después de escuchar la respuesta, Todo se desvaneció. Después de aquel episodio, de caer en cuenta que los muertos no preguntan, que los vivos existen porque “aparecen” frente a otros, entonces comprendí la pesadilla de la realidad en las calles sin nombres. He despertado en la mañana y no he podido olvidarlo, pese al leve dolor de cabeza matutina. No he podido olvidar el lamento de los desaparecidos antes de la respuesta “sí, justicia”. Eco en la mañana antes del café. Lo re-cuerdo con intensidad. Ahora comprendo un poco más en qué ciudad vivo, en qué país duermo, en qué mundo muero. He comprendido que una calle sin nombre es la sepulturera de los desaparecidos. Más aún: se convierte en la estrategia que condena al olvido. Después de semejante sueño, quizás pesadilla o no, he entendido que los desaparecidos merecen un lugar en las calles de las ciudades de Colombia. ¿Por qué no volver las calles de cada ciudad un homenaje a cada uno de los sesenta y un mil seiscientos cuatro desaparecidos? ¿Por qué no hacer de las calles nombres que aclaman justicia?, ¿por qué es importante no olvidar en un país sin memoria?
La mañana ha llegado, las preguntas se han multiplicado. “Será un día distinto, algo ha cambiado silenciosamente”, pensé por un instante. Acto seguido, el momento de escribirlo en secreto: “A un desaparecido”.
Si las calles / se vuelven nombres, / si los hombres / dejan de ser muertos, / si se proclama la vida / en lugar / de la muerte / Entonces no cabe duda / que el olvido huye, / no cabe impunidad / en nombre / de la muerte: / amigo desaparecido.
Por: Yuber H. Rojas Ariza.
Caminaba una calle tras otra bajo el ocaso de un día asfixiante. En la esquina de una avenida atestada de autos, al lado del semáforo, dos chicos limpiando un parabrisas. Nada que no estuviera fuera de "lo normal" en un día cualquiera. Una cuadra más allá números en las casas y en los locales comerciales. Hasta ahí nada fuera de lo normal, insisto. Sin embargo, no comprendí en qué justo momento todo comenzó a cambiar de "coordenadas". Una sensación extraña se apoderó a lo largo y ancho de las calles como si fuera el presagio de algo misterioso por-venir. Lo normal ahora pareciere cambiar repentinamente. Ya no eran números los que indicaban la dirección de las residencias. De un sopetón, como si llegara un rayo sobre la cabeza y me ubicara en otra dimensión, quiero decir, en la dimensión de los muertos, los números se transmutaron en lápidas y rostros mortuorios.
De inmediato me pregunté con angustia: “¿Qué está pasando en las calles?” “¿Qué pasa con el mundo que ahora son lápidas sin rostro?” volví a interrogar con horror. Enseguida, como perseguido por las sombras bajo una pesadilla de la cotidianidad, me sumergí en los mensajes de una calle y otra. A la derecha una cifra que poco a poco se desvanecía: 61604. A la izquierda: 15600. Empecé a darme prisa, cada vez más rápido un paso tras paso. Pero cada vez más rápido también aparecían números desvanecidos. “¿Cómo escapar de las calles sin nombre?” escuché a un hombre en la esquina próxima. Decidí seguirlo, no sé si con el ánimo de encontrar alguna respuesta a lo que estaba pasando, o tal vez por una cuestión instintiva de supervivencia. No sabría responder aquello ni menos lo hice en semejante estado extático. Apresuré el paso. Sentí la adrenalina fluir por todo el cuerpo mientras corría. Poco a poco la temperatura subía mientras el ritmo cardíaco se blindaba. El sudor empañó los anteojos y su resultado fue una caída aparatosa sobre una calle desierta.
Desperté. No sé cuánto tiempo quedé tendido en el cemento de la acera. Un poco confundido, aturdido por el golpe, recogí los anteojos y me levanté. Alcé la mirada. Justo en ese momento, cuando dirigí la mirada hacia la esquina, vi que aquel hombre que yo traté de seguir se acercaba diciéndome “bienvenido a las calles con nombre”. No comprendí en su momento su cordial saludo pues aún el efecto del golpe me producía un discreto dolor en la cabeza. El hombre, cuyo rostro no alcancé a identificar, tal vez por la sombra y el sombrero que rimaba con su ropa negra, vestido que me recordaba a un detective que cumple con su trabajo investigativo y que en el momento me sorprendió por la calidez de sus palabras, ese hombre, extraño y enigmático, me señaló con su dedo hacia un mensaje en la esquina de la calle NN: “Aquí yacen los desaparecidos”. Un renglón más abajo y con letra más pequeña se alcanzaba a leer “víctimas, sin nombre, crímenes de lesa humanidad”, y un poco más abajo: “por la memoria histórica, homenaje a los desaparecidos (1980 – 2012)”.
Apenas terminé de leer “dos mil doce” rostros tristes, misteriosos, comenzaron a desfilar en la calle. Cada uno con una lápida sobre sus hombros; caminaban sin orientación alguna. El hombre de luto volvió a hablarme: “buscan una calle, buscan un nombre porque nadie los recuerda”. Bastante confundido por el ambiente enrarecido, tenue, aire sepulcral sobre adoquines violeta, pregunté sorprendido: “¿quieren nombre en las calles?” Y la respuesta a secas no se hizo esperar: “sí, justicia”.
Después de escuchar la respuesta, Todo se desvaneció. Después de aquel episodio, de caer en cuenta que los muertos no preguntan, que los vivos existen porque “aparecen” frente a otros, entonces comprendí la pesadilla de la realidad en las calles sin nombres. He despertado en la mañana y no he podido olvidarlo, pese al leve dolor de cabeza matutina. No he podido olvidar el lamento de los desaparecidos antes de la respuesta “sí, justicia”. Eco en la mañana antes del café. Lo re-cuerdo con intensidad. Ahora comprendo un poco más en qué ciudad vivo, en qué país duermo, en qué mundo muero. He comprendido que una calle sin nombre es la sepulturera de los desaparecidos. Más aún: se convierte en la estrategia que condena al olvido. Después de semejante sueño, quizás pesadilla o no, he entendido que los desaparecidos merecen un lugar en las calles de las ciudades de Colombia. ¿Por qué no volver las calles de cada ciudad un homenaje a cada uno de los sesenta y un mil seiscientos cuatro desaparecidos? ¿Por qué no hacer de las calles nombres que aclaman justicia?, ¿por qué es importante no olvidar en un país sin memoria?
La mañana ha llegado, las preguntas se han multiplicado. “Será un día distinto, algo ha cambiado silenciosamente”, pensé por un instante. Acto seguido, el momento de escribirlo en secreto: “A un desaparecido”.
Si las calles / se vuelven nombres, / si los hombres / dejan de ser muertos, / si se proclama la vida / en lugar / de la muerte / Entonces no cabe duda / que el olvido huye, / no cabe impunidad / en nombre / de la muerte: / amigo desaparecido.